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flordeoro - Capitulo 3


            Otro Día, otra tortura, cada día se obligaba a dar cada paso, a hacer cada moviendo, a pensar cada razonamiento. Odiaba vivir así, pero hasta la posible salida fácil que la vida le brindaba era demasiado para su corazón. Y no es que el suicidio no le pareciera atractivo. De hecho era más atractivo cada día que pasaba. Pero no tenía derecho a tomar esa salida.

No era bueno. No era santo. No era cristiano. Y no tenía valor para hacerlo.

Solo le quedaba esperar a que el dolor se fuera, aunque no se iba.

Los zapatos le pesaban. Todo el cuerpo le pesaba. A veces, cuando se veía al espejo, se preguntaba como podía hacer que esa masa uniforme se moviera para hacer las tareas esenciales, caminar, mirar, leer, respirar, comer… No era extraño que terminara agotada al final de cada día, aunque la gente siempre le decía que no hacia nada. Y tenían razón. Salir de la cama era una de las miles de peleas que tenia que obligarse a hacer todos los días. Sentía que el frió le calaba los huesos. Solo que no estaba segura si era el frió natural de la mañana o el frió espiritual de su alma que lloraba. Y francamente ya no le importaba. Fuera el clima o el alma no había ninguna diferencia. Tenia que levantarse y hacer las cosas.

Como cada día, peleo con su cuerpo para levantarse, para obligarse a recoger sus cosas, para forzarse a cruzar el umbral de su casa. Umbral que le daba una falsa e inútil sensación de frágil seguridad. Seguridad que se derrumbaría en cualquier momento. No llores, no llores. No te humilles mas, sufrirás mucho hoy. No te hagas sufrir más aun porque no lo soportarás.

Siempre iba a la escuela en coche. Así había sido desde que iba en kinder. A veces se preguntaba si el breve descanso que le daba el sentarse en el coche no era otra forma de tortura. Ya que, iba a cambiar el cómodo asiento del vehiculo por un frío y duro pupitre de madera. Donde su cuerpo y su alma sufrirían hasta que la campana de la salida le permitiera escapar… momentáneamente. También se preguntaba porque deseaba que las cosas fuesen diferentes ese día, si siempre era así. Desear una mejoría y no recibirla era una forma más de tortura. Peor, era flagelación, porque ella misma se lo hacia. No, no debía desear nada, nada en absoluto, solo esperar, a que el día acabara… aunque volvería a empezar.

Así que caminó, por costumbre, por deber. Se flageló con cada paso en los incómodos zapatos tenis que le indicaban que sufriría por la falta de aire y de auto respeto en la clase de deportes. Pero no podía hacer nada, solo seguir caminando, mover la mole que era su pesado cuerpo para ir al paredón de la escuela.

Como todos los días Vanessa pensaba como era posible que todo el amor que le daba su familia para vivir feliz no hacia más que causarle más y más dolor. El coche, que sus padres con tanto amor usaban para llevarla a la escuela. La misma escuela particular, pagada con amor y trabajo para darle una buena educación y asegurarle un futuro. El uniforme, que odiaba, era más dinero. La pesada mochila repleta de útiles escolares, y no tan útiles, era más dinero. Dinero que sus padres le daban con amor. Incluso la hermosa gabardina negra que mamá le había prestado era una muestra de amor. Al ser algo que su madre se había quitado a si misma para darle comodidad. Lo sabía y lo agradecía. Pero no podía evitar sentir dolor. Porque aquellas muestras de amor también eran herramientas de tortura para llevarla al lugar que más odiaba. Donde también se odiaba a si misma, y de donde no podía escapar… si solo pudiera escapar.

Pero no… la educación es importante… si no terminaba la secundaria y la preparatoria y la universidad y la maestría terminaría vendiendo pepitas en la calle. Había vivido toda su vida… bueno sus 15 años, como niña mimada y consentida. No sabría vivir sin dinero y no podría obtenerlo sin el mundo del terror de la escuela. Donde se suponía que una adolescente normal era feliz. Dios… si estos son los mejores años de mi vida en el futuro voy a tener la peste negra... No. Estaba atrapada en el círculo vicioso de la vida y no podía salir. Solo esperar a que el ciclo interminable de tortura diaria se acabara y se fuera al cielo. No se le ocurría otra manera de dejar de sentir dolor. Ese horrible dolor que la cegaba a todo lo que no fuera más dolor. Un dolor tan palpable como un gran abismo negro que la rodeaba. Dejándola sin nada a lo que asirse.

Nunca supo en que parte del camino, entre la puerta del coche y la entrada del salón de clases, el abismo creció. Creció hasta ocultar todo lo que la rodeaba. No era la primera vez que el dolor la cegaba, tampoco era la primera vez esa ceguera la hacia tropezar con una piedra o alguna mochila.

Por eso tardo un tiempo en comprender que la negrura que la rodeaba estaba presente más allá de su mente y corazón. Que estaba en el mundo físico que no era solo de ella. Por eso le costo comprender que esta vez no había tropezado con nada, que su caída no era debido a un descuido si no a la ausencia del piso que segundos antes, había estado bajo sus pies. Y que no era la única cayendo en esa vacuidad oscura
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